Acerca de la temperatura interna de las sombras alargadas
- Roberto Atacama
- 7 oct 2018
- 1 Min. de lectura
Hojas sin ríos verdes, maletín abandonado y la puerta abierta: quienes pierden su nombre entre rocas y palas habitan por siempre en el piso frío, en el segundo en el que tocamos el piso frío y un pequeño estremecimiento abre roturas de nuestros pies al árbol. Ciruelas en almíbar, comida, ahora podrida, que dejaron en una cazuela de peltre desgastada (de las que sus manchas del desgaste podrían marcar una astrología del desvanecimiento) antes de salir de casa, antes del huracán sin nombre, esperpento. No nombrar la muerte prolonga sus sombras, hace agujeros en el aire y no cabe más que callarnos. Hay un espanto que se estira sin alboroto cada que cruzamos miradas. Los que sobrevivimos, los aletargados, no podemos más que anudar y romper y anudar y romper, delicadamente y con fuego, las raíces que nos proponemos con el silencio. En las esquinas de las habitaciones, ahora vacías, se enjugan los probables ácidos y la indudable sangre en un espasmo táctil, pero sin materia. Perdimos la tesitura del habla, la capacidad de explicarnos lo que somos.

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