Apuntes sobre el papel político del silencio
- Roberto Atacama
- 14 jun 2019
- 9 Min. de lectura
Actualizado: 14 jul 2019
Roberto A. Reyes Cortés
Introducción
El silencio es una palabra compleja en sí misma; remite a un estado ideal y nunca material (es imposible conceder el silencio, al menos en la Tierra). Forma parte de la realidad en tanto que dispara reacciones. Señala la ausencia de algo y, en la dimensión humana: del gesto, la palabra, el lenguaje. En ocasiones tiende a ser sustituido o correspondido con “la nada”, “el vacío”; pero el silencio no sólo implica la no-existencia de lenguaje. La estética ya ha dedicado una serie de reflexiones alrededor del silencio, ya sea como pausas en la música y danza, como espacios blancos en la literatura, o materialización abstracta en las artes plásticas. Sin embargo, en lo relativo a las interacciones humanas, el silencio ha sido relegado y tratado sólo de manera periférica por la psicología, por lo general con atención a los individuos; pero poco se ha tratado el asunto del silencio en referencia a sus efectos masivos, al conjunto de partes del sistema sociopolítico. La idea que inspira las siguientes preguntas es que lo político alcanza dimensiones menos evidentes de lo que creemos, y que en lo que no decimos podemos encontrar gran parte de lo que hacemos.
El papel de la palabra
Podemos empezar a pensar en el silencio desde su contraparte: la palabra. Este asunto ha fundado escuelas filosóficas y epistemológicas. La palabra es la unidad del pensamiento humano. Del fonema a la acción y del signo a la abstracción, la palabra envuelve a las relaciones humanas, sólo para después distenderlas, complejizarlas. Podríamos hacer referencia a los efectos sociales del lenguaje con un ejercicio de imaginación. Imaginemos a una persona que ha pasado toda su vida encerrada en una celda; una de las cuatro paredes de la celda es un espejo. Pongamos que la persona ha sido capaz de identificar que aquello que muestra la única pared distinta se trata de una imagen de sí y su entorno: un reflejo de la realidad. Pasado un tiempo, la persona se remite invariablemente al espejo a la hora de comprobar el estado de su existencia: no tiene otra forma de hacerlo. Resulta que en algún momento el reflejo del espejo presenta una modificación, puede ser que ahora lo refleja todo en blanco y negro, o quizás que en el reflejo la celda se ve un poco más crecida. Dado que la persona no tiene otra forma de explicarse su realidad, asumirá a los cambios en el espejo como cambios propios en la realidad. El lenguaje sirve para explicarnos el mundo, a la vez que limita la forma en la que podemos interpretarlo. En una sociedad, los pequeños cambios en los reflejos, los cambios en el lenguaje, pueden responder a procesos finos e imperceptibles, o a procesos violentos y agresivos.
Son impresionantes los resultados a los que llega Norbert Elias en su trabajo alrededor de los establecidos y los forasteros (Elias 2003). Elias encuentra que en una comunidad homogénea étnica, cultural y económicamente existe la diferenciación entre dos grupos de personas, además numéricamente similares (esto es importante, porque descarta el factor que podría tener el número de personas de un bando y del otro), por la cantidad de tiempo habitando el espacio. La primer pregunta que salta en la mente del investigador es cómo se instrumenta la segregación entre las personas, aún cuando la única diferencia entre los grupos es casi inapreciable. La respuesta es: las palabras. El establecimiento de jergas y la creación de nuevas referencias despectivas fue lo único que hizo posible la existencia de algo así como una “supremacía” de un grupo (los establecidos) frente al otro (los forasteros), la creación de estigmas; a su vez, la forma que tenía el grupo en desventaja de contrarrestar era establecer su propia jerga, o apropiarse de los insultos.
Esta idea nos remite a las reflexiones que la crítica poscolonialista enuncia. Frantz Fanon también se preocupa por el lenguaje como terreno de lo político. Encuentra que la validez o prestigio social que se le da a una forma de emplear las palabras frente al otro (en su ejemplo, del francés continental, frente al francés antillano y al criollo) son el fondo una extensión de la colonización (Fanon 1952). Si sumamos la idea de Michel Foucault acerca de la construcción de discursos, de la normalidad (Foucault 1975), podríamos entender que estas disputas sobre el prestigio de una forma de emplear a la palabra frente a otras se trata de, en sus términos, una tecnología de la normalización.
Resulta evidente pues, y ejemplos hay vastos, de que el lenguaje juega un papel político activo y convulso en las sociedades.
El silencio como respiro del sistema
Siguiendo el hilo de las ideas, una primera de ellas podría ser entender al silencio como una posible respuesta o disidencia al sistema. Sí uno de los efectos de la palabra (del no-silencio) es la determinación política de los grupos, ahora debemos revisar que la mayoría de estas configuraciones políticas, aquellas que se emparentan con la construcción de estigmas y discursos de normalidad, se correlacionan con asimetrías violentas: desigualdad económica, procesos de colonización, marginación y desplazamientos forzados, sexismo, y un largo etcétera. Por tanto el silencio pudiera ser una forma de abandonar la continuidad de esas construcciones.
En uno de los pasajes de “Los hundidos y los salvados”, parece que el seno del problema que alienta a escribir a Primo Levi (1986) es la dicotomización (que considera quizás inherente) del lenguaje: tendemos a pensar en las personas como buenas o malas. Parte de sus esfuerzos es en explicar y ejemplificar los asegunes que envolvieron a las personas que vivieron el holocausto. Una idea que podemos sacar a relucir es la concepción de nosotros como una gran área gris, ni buenos, ni malos, sino en contextos específicos. Abandonar la palabra sería abandonar sus limitaciones, las dicotomías que produce. El silencio podría ser la mejor forma de interpretar al área gris.
Pero si todo esto es real y basta para otorgarle un papel político al silencio ¿por qué las revoluciones no se gestan siempre con protestas mudas? ¿por qué las sociedades, después de padecer dictaduras, matanzas, siniestros o escaladas de violencia, exigen respuestas y no el silencio?
Silencio de indiferencia o silencio de protesta
De las preguntas anteriores podemos observar que que los actores son, en definitiva, determinantes para evaluar la función política del silencio y sus efectos. ¿Quién es el que calla y ante quienes extiende ese silencio?
Pensando en los límites del Estado moderno, podemos hacer una primera distinción entre: 1) Desde las instituciones y organizaciones estatales hacia las personas 2) Desde grupos de personas (generalmente agrupados por identidades colectivas, flexibles y agrupables) hacia otros grupos o el resto de las personas, y 3) Desde los grupos de personas, o individuos hacia las autoridades estatales. Esta clasificación responde a la verticalidad moderada del poder de los Estados modernos, y al espectro de posibles contextos en los que suceda el silencio. También podría agregarse el grupo de las organizaciones mediáticas, pero me abstendré de ello, dado a que me parece que su construcción es distinta; no es orgánica, producto del humor de las sociedades, sino que parecen más bien un sector con fines económicos específicos que determinarán su agenda política. También se excluyen otras autoridades con poder como las religiosas, pero esto responde más a que parte de estos fenómenos pueden ser incluidos en el segundo grupo, cuando son considerados desde todos sus actores y no sólo las autoridades, además de que incluirlas modificaría el propósito de entender al silencio en el modelo del Estado moderno.
En el primer grupo encontramos de manera más visible o concreta el papel político del silencio, y por esto no me refiero a que sea mayor este papel, sino a que existe mayor enunciación del fenómeno, observancia. La forma menos profunda en la que aparece aquí el silencio es en el proceso de la configuración de la agenda estatal: ante la diversidad de problemáticas, el Estado debe de fijar su ruta de acción, y simplemente no puede nombrar todo aquello a lo que no atenderá. Pero existe una forma más profunda de entender el fenómeno, y es la que debemos prestar atención: cuando sucede o ha sucedido un proceso de violencia en una sociedad, que sea tal como para generar procesos traumáticos, el silencio de las autoridades se convierte en una extensión de la violencia. La necesidad de nombrarnos, nombrar lo que comprende la experiencia humana alcanza a todas ellas, incluso las más traumáticas. Después de la dictadura de Pinochet, decenas de madres se organizaban en búsqueda de los restos de sus hijos e hijas. Parecería que nombrar la muerte de sus seres queridos constituiría un pilar esencial de la justicia; el otro pilar sería la acción penal en contra de los perpetradores. En los distintos procesos de paz o transiciones políticas, parece evidente que el tratamiento del pasado inmediato es lo que definirá la nueva configuración del imaginario y sentimiento colectivo. Mientras unas madres buscan cadáveres en el desierto más seco del mundo, otras aseguran que Pinochet ha sido el mejor presidente de su país. Es inevitable que existan diferentes interpretaciones del pasado, pero el discurso del Estado al respecto es lo que determina los límites de estas reinterpretaciones. Cuando existe la ausencia este discurso, las víctimas se encuentran más vulnerables y la justicia, más lejana. El silencio de Estado es violento no sólo cuando se cierne sobre un pasado traumático, lo es también cuando envuelve a las personas vulnerables. La incapacidad de comunicar ante el disparo de los feminicidios en México, o del desplazamiento y exterminio de los rohingyas en Myanmar, constituyen la negación misma del Estado, la incapacidad de articularse.
En el segundo grupo lo podemos entender como la extensión internalizada del silencio de Estado. Podemos retomar el ejemplo del holocausto en la Alemania nazi. Los ghettos y las deportaciones masivas debieron ser conocidas por alguna parte de la sociedad alemana; el silencio cometido, no haber sido capaces de pronunciar resistencia, constituye el nivel más radical de violencia por silencio que podemos cometer entre personas. La construcción de Estados autoritarios y totalitarios necesitan en gran medida del silencio. Las acciones más violentas de un Estado hacia una parte de su población (homosexuales, mujeres, naciones minoritarias, grupos étnicos, etc) no serían posibles sin la aceptación de las otras partes; muchas veces esta aceptación es explícita, pero la verdad es que, aún cuando no se expresa, mientras no exista una oposición declarada, lo que existe es una aceptación silenciosa de la injusticia. Una idea interesante es revisar el trabajo de Hannah Arendt al respecto del totalitarismo, encontraremos que en el proceso de deshumanización que requieren tales sistemas, el silencio es una primera condición necesaria, y que de hecho, el perder la humanidad significa en realidad la incapacidad de comunicar; el lenguaje del totalitarismo puede ser ruidoso, pero no dice nada en (sus) términos políticos, es la instauración de un silencio por lengua.
El tercer grupo resulta ser más producto de una deducción: si tenemos ejemplos claros del silencio desde el Estado hacia partes de su población, y desde partes de la población hacia otras, debemos creer en que puede existir el silencio desde las personas hacia el Estado. ¿Pero qué ejemplos concretos podemos pensar? Quizás en este punto debemos repensar el silencio, o más bien, retomar las primeras ideas. Si en los casos anteriores el no-nombrar tiene efectos concretos sobre aquellos que no son nombrados, podemos asegurar que el silencio no es sólo el no-discurso, sino que puede ser un discurso de invisibilización y violencia, de deshumanización. Estos procesos tienen un flujo con vertiente: desde el Estado, desde los grupos mayoritarios o privilegiados hacia los vulnerables y minorías. El silencio de este tercer grupo podría constituir el flujo contrario, renegar al acecho del no-discurso. La desobediencia civil, la resistencia, la negación de la continuidad de la violencia pueden ser formas de apropiarse del silencio como tecnología de la resiliencia.
Conclusiones: el caso de los desaparecidos
Quedan una serie de preguntas pendientes, por ejemplo: al aceptar la violencia que produce el silencio, podríamos creer ideal su inexistencia, pero ¿qué tanta palabra-memoria puede aceptar una sociedad? Me parece importante apuntar que, si bien la violencia del silencio (y todos los estados posteriores) pueden constituir expresiones de odios concretos que merecen ser evitados, también es incrédulo pensar que todos los silencios cometidos son de esta clase. Por eso me gustaría terminar con las incógnitas que nos producen el fenómeno de los desaparecidos en México. Los que desaparecen no están vivos ni muertos, son una constante incógnita para sus familiares. El Estado puede enumerar cifras, y la intuición pueden darnos respuestas a su paradero, pero la incertidumbre que produce el fenómeno supera las víctimas y familiares. La certeza de que cualquier día puede desvanecerse una persona cercana, o incluso el individuo mismo, produce un humor silencioso al respecto. Hay una incapacidad de nombrar esa parte de la experiencia humana. Cada marcha y grito que rompe el silencio es un paso más para poder construir un relato sobre nosotros, pero el asunto es que es bastante más complejo y con muchos más asegunes que lo que un análisis racional puede proferir. El silencio es, en suma, parte de nuestra voz humana.
Bibliografía
Arendt, H. (1951). Los orígenes del totalitarismo. Nueva York, Estados Unidos: Schocken Books.
Elias, Norbert, Ensayo acerca de las relaciones entre establecidos y forasteros. Reis. Revista Española de Investigaciones Sociológicas [en linea] 2003, (Sin mes) : [Fecha de consulta: 25 de abril de 2019] Disponible en:<http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=99717903010> ISSN 0210-5233
Fanon, F. (1952). Piel negra, máscaras blancas. París, Francia: Seuil.
Foucault, M. (1975). Los anormales. París, Francia: Seuil.
Levi, P. (1986). Los hundidos y los salvados. Turín, Italia: Giulio Einaudi.

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