Breve apología de la protesta
- Roberto Atacama
- 8 oct 2018
- 1 Min. de lectura
Las paredes precisarían ser vejadas, estremecidas por espinazos (de nuestros muertos, de los sin nombre ni tumba), que el adobe se lavara en pintura roja, que se cayera a lágrimas y cuentacuentos bajo la luna, como nunca se hizo en latitudes calmas. El mármol debería estallar y vomitarse, sus bloques hacerse redondos, y las luces que reflejan y el frío que producen deberían hacerse pequeñas bestias, aullidos vivientes. Para detener el silencio que a las muertas y los desaparecidos se les impone, las gárgolas quisieran suicidarse desde las pocas catedrales latinas donde moran, los mosaicos y los adoquines añorarían resquebrajarse, las puertas labradas incendiarse. En el silencio tuerto, no hay cuerpo ni edificio vivo.
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