Acerca de una quinceañera con narco-baile
- Roberto Atacama
- 19 feb 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 13 may 2018
Una imagen, cierta palabra, y toda la vida detrás:
Ante el quehacer como sujeto inmerso en una sociedad humana, más o menos liberal y civilizada, es natural que las indagaciones universales (desde la perspectiva de mi cosmovisión de lo universal) se posen en mi mente. Todo ente, independientemente de si es consciente de esto o no, se configura un ideario que le ayude a representar la realidad, a darle significación a sus actos: los cangrejos rojos de la Isla de Navidad ven en la luna el símbolo de que es momento de partir hacia la playa para desovar, un humano nacido en cierta geografía le otorga cierto significado a cierta fonética producida con su cuerpo que socialmente asocia a cierto significado. La pablara clave es “cierto”, dado que son los actores particulares sujetos a una exteriorización dada, casi siempre expuestas a un ambiente del que se recibe la información y al que hay que enfrentar para preservar la existencia. Este, en principio ontológico es la razón de la existencia de símbolos-signos que palmean la interacción de los individuos con su ambiente a lo largo de la su vida. Y son los símbolos-signos los que conforman lo llamado “tradición cultural”, es decir, para la evolución y preservación de las especies, éstas necesitan actuar eficientemente a su entorno dado, y por tanto marcar pautas de comportamiento que respondan a su realidad y forma de entender su misma existencia.
Según teóricos sociales, como Parsons, la característica de posesión de cultura es aquello que nos diferencia de los animales, pero resulta contradictorio entonces entender que la sociedad humana sea la única en la naturaleza que desarrolló un mecanismo diferente al de cualquier otra especie para simplemente logar lo mismo que los otros: cierto orden y estructura. Y resulta contradictorio, porque precisamente la teoría Estructural-funcionalista se apoya en tal supuesto. Es por tanto que entiendo a los procesos culturales (y artísticos) como un proceso natural y necesario en la supervivencia o destrucción de cualquier especie dinámica con el entorno. ¿Qué acaso no eran las primeras danzas del hombre “primitivo” una respuesta sus instintos emocionales y sociales? ¿Por qué entonces no considerar acto cultural al desenvolvimiento de tal o cual especie de ave durante el proceso de cortejo?
Debido a tales supuestos, me es claro que la diversidad de expresiones artísticas humanas con las que en la actualidad contamos, son una respuesta a la misma diversidad de situaciones a las que estamos expuestos como seres sociales. No es verdad que el arte se abstrae de las necesidades de los seres: el arte es un mecanismo de aprendizaje en diferentes niveles, puede crear nuevas pautas de comportamiento y crear fracturas con las existentes, y en el principio más básico es la reinterpretación de la realidad. Por tanto, para definir el valor de arte me apoyaré con la misma teoría, la de Parsons, quien define al “valor” como un “elemento de un sistema simbólico compartido que sirve de criterio para la selección entre alternativas intrínsecamente abiertas desde la perspectiva del actor”. Lo interesante del asunto es que se presupone que el valor no es un concepto absoluto. No es, y no puede serlo. Ya que desde la intersubjetividad de perspectivas ante diferentes realidades sociales corresponden diferentes alternativas intrínsecamente abiertas para el actor dado. Un hombre de las amazonas no encontrará razón alguna para conservar un diamante que encuentre fortuitamente en su andar por la selva, ya que desde su entendimiento no le proporciona alguna utilidad posible: no conoce que ese objeto puede canjearse por muchos otros tantos, y quizás aún si fuese consciente de esto, no lo conservaría porque dichos objetos tampoco le representarían un “valor”.
Todo lo anterior me permite pensar que los actos artísticos no carecen nunca de valor, puesto que siempre presuponen la más entera expresión de existencia de los actores englobados. Sí, podríamos objetar que las expresiones que incitan a la violencia y disgregación de la convivencia “ordenada” no son deseables. Pero en supuesto caso, lo que no es deseable son las condiciones dadas para que la vida de sus actores se exprese de tal manera, no la expresión de dichas realidades. No se trata de criminalizar los procesos de socialización, sino por el contrario, festejar el alcance comunicativo que poseen. Y más precisamente, si nuestro entorno nos permite evaluar desde lo externo una situación de lesa de valores “sofisticados”, debemos entrever que dicha expresión pertenece a una realidad diferente, y sí, una realidad dolorosa, pero que vale la pena escuchar, para entender y actuar conforme a los supuestos valores sofisticados: empatía, libertad, respeto. Ya que en una mirada perdida y ajena que se entrega a los demonios de su entorno, como lo podría ser la de una quinceañera sumergida en un entorno de violencia, se encuentra toda una historia de vida tan real como la mía, como la tuya.

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